miércoles, 19 de agosto de 2015

Del estigma al mito: Los niños expósito, por Manuel Cortés Blanco

Del estigma al mito: Los niños expósito, por Manuel Cortés Blanco, basado en las informaciones recopiladas para su libro Mi planeta de chocolate

Escribir sobre la historia implica investigar. Como médico epidemiólogo, sé que dicha investigación puede llevarse a cabo desde dos perspectivas: una cuantitativa, basada en la revisión de datos estadísticos, censos o números de registro que a veces se interpretan a criterio de quien los lea; y otra cualitativa, mucho más cercana, basada en el testimonio oral de las personas que vivieron aquel suceso en cuestión. Quizá por todas las anécdotas que me contara mi abuelo, de siempre he preferido la segunda. 
De entre tantas vivencias suyas hubo una que llamó especialmente mi atención: la de los llamados "niños expósito". Aquellos pequeños que, como él, eran abandonados por sus familias a la puerta de una iglesia otorgándoles en su defecto el citado adjetivo por apellido. Y así, siendo apenas un chaval, empecé a interesarme por el origen de esa palabra que desde entonces formara parte de nuestro linaje.
De entre las mil interpretaciones que se han dado al término Expósito hay una que nos remite al Imperio romano. Allí el paterfamilias, amo absoluto de su casa, podía ejercer el derecho ius exponendi de la potestas patria consistente en sacar de su hogar al hijo no deseado, dejándolo fuera para que muriese o hasta que alguien finalmente lo acogiera. De ahí el origen probable de un término (Ex pósitus, puesto fuera) que como describiera Tertuliano "es ciertamente más cruel que matar... abandonando a los críos a la intemperie y al hambre de los perros". 
Durante siglos ser un "expósito" supuso una especie de estigma de por vida cuyo obstáculo no era tan fácil de superar. Al abandono, la vergüenza y la pérdida consiguiente de identidad se sumaba en ocasiones un desprecio social, tan injusto como cruel. "¡Cunero, hospiciano, inclusero!". Niños que se burlan de otros niños; así lo contó mi abuelo.
A fin de minimizar los efectos negativos que tal circunstancia pudiera suponer, el monarca Carlos IV decretó la "legitimidad para los efectos civiles de todos los expósitos del Reino", de manera que a pesar de su origen ilegítimo fueran considerados "como hombres buenos del Estado llano". Así les concedía la misma dignidad que a los reconocidos por sus padres, regulaba la igualdad de trato ante la ley, permitía que fueran "admitidos en colegios de pobres, sin diferencia alguna", e incluso establecía castigos para quien los injuriase por el hecho de haber crecido en una inclusa "teniéndolos por bastardos, espurios, incestuosos o adulterinos, aunque no les consten estas cualidades".
Paralelamente, en los propios orfanatos se habilitan fórmulas alternativas como la de poner a los niños el nombre del santo del día, el de la persona que le hubiese encontrado o el de aquella que ejerciera las labores de tutor. Incluso muchos deciden cambiarse de apellido. Sin embargo hasta el año 1921 la ley no establecerá expresamente que estos expedientes sean gratuitos, limitándose con ello tal opción. 
En el año 1958 el reglamento del Registro Civil, en su artículo 191, obliga a las madres solteras a colocar un nombre para el padre de la criatura con el objetivo de "salvar su decoro". Finalmente, en julio de 2005, el Consejo de Ministros aprueba la nueva regulación sobre filiación cerrando desde el punto de vista legislativo esta larga historia de desavenencias e incomprensión.